jueves, 11 de diciembre de 2014

Historia de pajarito remendado

El árbol era como una fiesta de cantos y colores. Docenas, cientos, miles de pajaritos de toda clase se juntaban para ensayar sus canciones apenas amanecía. Y entonces el día parecía más lleno de luz y el monte se vestía de fiesta.

Ahí estaban todos los pajaritos. Estaba el tordo pico blanco y la calandria, la torcacita y el cardenal, el siete colores y la viudita, la cotorrita verde y el hornero, la tijereta y el picaflor.

Estaban todos y también estaba Pajarito Remendado.

Y aquí comienza la historia porque, al fin y al cabo, ésta es la historia de Pajarito Remendado.

Se llamaba así desde que una tarde, peleándolo, la urraca le gritó:

- Cra cre cri, Pajarito Remendado, cri cro cru.

Y así le quedó el nombre para siempre, porque sus plumas de distintos colores parecían los remiendos de un traje viejo.


Ese día en que el árbol era como una fiesta de colores, Pajarito Remendado se posó en la rama más alta. Y ahí, mientras silbaba a todo silbar, pasó un aguilucho y, rápido como rugido de sapo, cayó sobre Pajarito Remendado y se lo llevó por los aires.

- Ya tengo comida para mis pichones -pensó contento el aguilucho, con el pajarito apretado en el pico.
- ¡Se llevan a Pajarito Remendado! ¡Se lo lleva el aguilucho! -gritaban los pájaros desde las ramas.
- ¡Se lo lleva el aguilucho! -gritaba el tordo.
- ¡El aguilucho se lo lleva! -gritaba la paloma.
- ¡Que lo suelte, que lo suelte! -gritaba la calandria.

Muerto de miedo, Pajarito Remendado pensó que se acercaba su hora, pero los gritos le dieron una idea.

- ¡Que lo suelte, que lo suelte! -seguían gritando todos.
- Señor aguilucho -dijo Pajarito Remendado-, mire qué pájaros meteretes.

El aguilucho siguió volando, pero miró con curiosidad el árbol lleno de gritos.

- Sí señor aguilucho, no puede ser que se metan en los problemas ajenos.
- ¡Que lo suelte! ¡Que lo suelte! -seguían los gritos.
- ¡Esto no puede ser! -dijo Pajarito Remendado- ¡Dígales que qué les importa!
- ¡Qué les importa! -gritó el aguilucho abriendo grande el pico.

Pero cuando terminó de hablar se encontró con el pico vacío, y vio a lo lejos que Pajarito Remendado se escapaba, riéndose a más no poder. Se escapaba, todavía un poco muerto de miedo, pero un mucho muerto de risa.



Gustavo Roldán (Versión libre de un cuento folclórico)

Bicho raro

El bicho raro apareció un día como otros días, en la plaza de la vuelta de la ciudad importante justo a la hora en que Anastasio, como siempre, rastrillaba el arenero. El bicho raro miraba con sus ojos rosados desde abajo de una hamaca.

Era verdaderamente raro, sin chiste. Tenía una gran cabezota llena de rulos y bigotes muy lacios. Tenía un cuerpo gordo de vaca. Tenía ojos rosados. Tenía una cola ridícula, dientes absurdos, hocico inverosímil.

Anastasio se lo quedó mirando, con el rastrillo en la mano. Y el bicho raro también lo miró a
 Anastasio.

Al poco rato empezó a correrse la noticia, por supuesto. Un bicho raro no puede pasar desapercibido en una ciudad importante. A la plaza de la vuelta llegaron los biólogos y los vigilantes; los locutores de televisión y los veterinarios; los curanderos y los astrólogos.


Pero llegó, más que nadie, el intendente; el único intendente de la ciudad importante, que de inmediato mandó desalojar la plaza. Y mandó muchísimo más: no por nada era intendente. Mandó, por ejemplo, que trajesen una jaula, una gran jaula de aluminio que brillaba como una estrella. Tanto brillaba que nadie se explicaba cómo podía ser que el bicho raro no quisiera entrar en ella.

Enroscado, debajo del tobogán, espiaba con sus ojos rosados, y miraba cómo Anastasio volvía a rastrillar la arena para quitarle los papeles, las cajitas y las latas de todos los visitantes.

Lo cierto es que para meter al bicho raro en la jaula hubo que usar correas rojas y cadenas redondas con los eslabones de bronce. 

Después subieron la jaula a una camioneta, y la pasearon en triunfo por la ciudad; ida y vuelta por la gran avenida, por la calle de los generales y por la calle del cine.

Todos se agolpaban para mirar a bicho raro; para tirarle, si podían, de las orejas. Nadie, en cambio, le miraba a los ojos.

Y en la ciudad importante es fácil acostumbrarse a todo, hasta a un bicho raro. Por eso, el bicho raro, al rato, ya no fue tan raro:

-“No es nada más que un bicho.” 

-“Y después, un bicho molesto”.

Poco a poco, bicho raro dejó de mirar pasar las cosas con sus ojos rosados. Y se acurrucó contra los barrotes, porque la jaula brillante no tenía rincones.

Entonces, volvió el único intendente. Y volvieron los biólogos, los vigilantes, los locutores y los veterinarios.

-“¡Está intoxicado!”, dijo el veterinario.

-“¡Está descompuesto!”, dijo el biólogo.

-“¡Está engualichado!”, dijo el curandero.

Y todos estuvieron de acuerdo en que el bicho raro no tenía remedio.

-“¡Que lo lleven, que lo lleven de vuelta a la plaza!”, ordenó el intendente.

Y dio por terminado el cuento.

Pero a pesar del intendente, el cuento no terminó ahí. Porque en la plaza de la vuelta estaba Anastasio, como siempre, rastrillando arena.

-“Bicho raro… bicho feo… ¡Pobre bicho!”, se dijo Anastasio cuando lo vio acurrucado, como el primer día, debajo de una hamaca.

Y como era el mediodía, se sentó a desenvolver con cuidado el paquete del almuerzo. Cuando estaba por morder una puntita de pan pensó…

-“¡Pobre bicho! En una de ésas tiene hambre”

Anastasio se acercó despacito hasta la hamaca. Y despacito también, tendió su mano grande con un sanguche de queso y matambre en la punta.

El bicho raro se levantó sobre sus piecitos de cinco dedos, husmeó la mano de Anastasio con su hocico inverosímil, movió alegremente su cola ridícula y clavó sus dientes absurdos en el sanguche tierno.

-“¡Pobre bicho! Tenía hambre”

Ese día, y muchos otros, Anastasio y el bicho raro compartieron el almuerzo debajo de un paraíso.


Autora: Graciela Montes

(BICHO RARO, un cuento del libro “Un gato como cualquiera” de Graciela Montes)

viernes, 28 de noviembre de 2014

¿Bailamos?


CUENTO CON OGRO Y PRINCESA 

Ricardo Mariño

Ricardo Mariño nos ofrece una visión diferente de las princesas, a través de este maravilloso cuento que atrapa a niños y grandes. 
CUENTO CON OGRO Y PRINCESA 

Fue así: yo estaba escribiendo un cuento sobre una Princesa. Las princesas, ya se sabe, son lindas, tienen hermosos vestidos y, en general, son un poco tontas. La Princesa de mi cuento había sido raptada por un espantoso Ogro. El Ogro había llevado a la Princesa hasta su casa-cueva. La tenía atada a una silla y en ese momento estaba cortando leña: pensaba hacer “princesa al horno con papas”. Las papas ya las tenía peladas.

Es decir había que salvar a la Princesa.

Pero no se me ocurría cómo salvarla. El cuento estaba estancado en ese punto: el Ogro dele y dele cortar leña y la Princesa, pobrecita, temblando de miedo. Me puse nervioso. Más todavía cuando el Ogro terminó de cortar, acarreó la leña hasta la cocina y empezó a echarla al fuego. En cualquier momento dejaría de echar leña y acomodaría a la Princesa en la enorme fuente que estaba a su lado. Agregaría las papas, un poco de sal, y zas, ¡al horno! ¿Qué hacer?

Se me ocurrió buscar en la guía telefónica. Descarté llamar a la policía (en las películas y en los cuentos la policía siempre llega tarde); tampoco quise llamar a un detective (no soporto que fumen en pipa en mis cuentos). Por fin, encontré algo que me podía servir:

“Rubinatto, Atilio, personaje de cuentos. TE 363-9569”

-Hola, ¿hablo con el señor Atilio Rubinatto?

-Sí, señor, con el mismo.

-Mire, yo lo llamaba… en fin, por la Princesa…

-¿Qué le pasa? ¿Está triste?

-Sí, más que triste.

-¿Qué tendrá la Princesa?

-La van a hacer al horno.

-¿Al horno?

-Sí, con papas.

-¿Quién?

-¿Quién qué?

-¿Quién la va a cocinar?

-El Ogro, ¿quién va a ser?

-Pero mire un poco. ¡Las cosas que pasan! Y uno ni se entera. Ya no se puede salir a la calle. Adónde iremos a parar. Casualmente, hoy le comentaba a un amigo que…

-Escúcheme, Rubinatto.

-Sí.

-Lo que yo necesito es que usted participe en el cuento.

-¿Qué cuento?

-En el que estoy escribiendo. Quiero que usted haga de héroe que salva a la Princesa.

-Bueno, no le niego que la oferta es interesante, pero, en fin, últimamente estoy muy ocupado. Tengo trabajo atrasado…

-¿Trabajo atrasado?

-Claro. Tengo que hacer de sapo pescador que se transforma en sardina en un cuento que se llama “Malvina, la sardina bailarina”. Además, me falta repartir como treinta cartas en un cuento donde hago de “viejo cartero bondadoso”. Es un personaje muy lindo, todos los chicos lo quieren…

-¿Piensa dejar que el Ogro se coma a la Princesa? Usted no tiene sentimientos. Es un monstruo.

-Ya le digo, ando muy ocupado. No sé, si me hubiera avisado con tiempo, lo hacía gustoso… Llámeme en otro momento.

-¡Qué otro momento! Si esperamos un minuto más, chau Princesita. Rubinatto, usted no puede hacer esto, qué pensarán sus admiradores…

-Es cierto…

-Van a pensar que usted es un cobarde, un…

-Está bien, está bien. Veré qué hago. No, usted tiene que decirme qué hago, ¿qué hago?

-Y… puede hacer de vendedor de manteles. Ahí está. Listo. Usted hace de vendedor de manteles. Llega hasta la casa del Ogro. Llama a la puerta. Cuando el Ogro abre, usted le da un par de sopapos. Después desata a la Princesa y escapan… ¿qué le parece?

-¡Ni loco! ¿De vendedor de manteles? De Príncipe o nada. Y al final, después que la salvo, me caso con ella.

-No, de vendedor de manteles.

-¡De Príncipe!

-¡Vendedor de manteles!

-¡Príncipe o nada!

-Está bien, haga de Príncipe… me va a arruinar el cuento, pero por lo menos salva a la Princesa.

Y llego en un caballo blanco y tengo una gran capa dorada.

-Sí, todo lo que quiera, pero apúrese porque si no…

-Y ahora la meto en la fuente y listo –dijo el espantoso Ogro, pellizcando el cachete de la Princesa.

En eso se escuchó que alguien gritaba fuera de la casa-cueva:

- ¡Ehh! ¿Hay alguien en la casa?

¿Quién sería? El Ogro se asomó a la ventana. Vio que del otro lado de la verja de su casa-cueva había un tipo muy extraño montado en un caballo blanco. Llevaba una capa dorada pero se notaba que se había vestido de apuro. Tenía la ropa mal puesta, la camisa afuera, una bota sin atar, y el pelo desprolijo.

-¿Qué quiere? –le preguntó el Ogro desde la ventana.

-Soy el Príncipe Atilio.

-¿Y a mí qué me importa? –contestó el maleducado del Ogro.

-Es que ando vendiendo manteles…

-Manteles, ¿eh?

-Sí. Tengo algunos en oferta que le pueden interesar. Lavables. Estampados. Confeccionados en fibras de tres milímetros. En cualquier negocio cuestan dos o tres pesos. Yo, el Príncipe Atilio, se lo puedo dejar en tres centavos.

El Ogro lo pensó. La verdad que no le venía mal un lindo mantelito. La cueva estaba hecha un asco. Y ya que se iba a dar un festín de “princesa al horno con papas”, ¿por qué no estrenar un mantelito si estaban tan baratos?

-Espere. Ya le abro –dijo por fin el Ogro.

Atilio bajó del caballo.

Acá viene la parte de las piñas.

-Tomá. Agarrá el mantel –le dijo el Príncipe Atilio.

Cuando el Ogro lo agarró, le dio una trompada que lo hizo volar exactamente 87 metros y 34 centímetros. Pero el Ogro se levantó, arrancó un sauce de más de 3.600 kilos y se lo dio por la cabeza al Príncipe. Antes de que el Ogro saltara sobre él a rematarlo, el Príncipe agarró una piedra de más o menos cuatro mil kilos y se la tiró sobre el dedito gordo del pie derecho. El Ogro la esquivó y rápidamente hizo un pozo en la tierra de un metro y medio de diámetro y diez metros de hondo, para que el Príncipe cayera adentro.

Era una pelea muy dura.

El Príncipe, queridos lectores, desgraciadamente cayó al pozo.

El Ogro volvió contento a su casa.

Pero cuando llegó, la Princesa ya no estaba. La había desatado el caballo blanco del Príncipe. La Princesa subió al caballo y juntos fueron a sacar al Príncipe Atilio del pozo.

-Amada mía –le dijo el Príncipe Atilio desde allá abajo al reconocer el rostro angelical de la Princesa.

-Amado mío –respondió la Princesa.

-He venido a salvarte –le dijo el Príncipe.

-¡Oh! ¡Qué valiente!

-He venido por ti.

-Has venido por mí.

-Pero si no me sacas de aquí, no podré salvarte.

-Oh, si no te saco de ahí, no podrás salvarme.

-Amada mía.

-Amado mío.

-¿Por qué no se apuran un poco, che? –se quejó el caballo-. Va a venir el Ogro y este cuento no se va a terminar nunca.

Huyeron.

Se casaron, fueron felices, pusieron una venta de manteles y nunca se acordaron del Ogro.

viernes, 21 de noviembre de 2014

PÁJAROS EN LA CABEZA  

Silvia schujer


La historia que aquí se cuenta
le aconteció a una princesa
que tenía pajaritos
trinándole en la cabeza.
Los pajaritos le hablaban
de las delicias de andar
volando sobre los ríos,
sobre los campos y el mar.
(La princesa suspiraba
y volvía a suspirar.)
El papá de la muchacha
era el rey de Mala Gana,
se apoltronaba en su trono
a mirar por la ventana.
Le apretaba la corona
lo aburría la batalla:
él quería hacer castillos
con arena de la playa.
(Mi reino, pensaba el rey,
lo cambio por una malla.)
La reina madre vivía
contándole a los espejos
que soñaba irse en un barco
y llegar lejos… muy lejos.
La cosa es que la realeza
en realidad se aburría
cada cual con su tristeza
planificaba su huida.
Hasta la vez que ocurrió
el milagro de un carruaje
que se detuvo en el palacio
para emprender largo viaje.
El carruaje era carroza
con seis caballos alados
con hélice en el techo
y ruedas a los costados.
Los reyes y la princesa
emprendieron aquel día
el viaje que se llevó
por siempre a la monarquía.
Miedo

martes, 11 de marzo de 2014

Girasol al sol

Un día, a la orilla de un camino nació un girasol.
Se estaba desesperando, cuando un chaparrón cayo sobre su cabeza.
-Mirarás siempre al sol- le había dicho su mamá.
-Mirarás siempre al sol- le había dicho su papá.
-Siempre al sol- le había dicho su abuela.
Así que el girasol pequeñito se puso a buscar el sol.
El sol no estaba por acá ni por allá.
El sol no estaba por ninguna parte.
En el cielo sólo había nubes gordas y espumosas.
Pequeño girasol, se asustó un montón.
Entonces, agachó la cabeza, y así se quedó: quieto, tieso, triste, como un chico en penitencia.
Las gotas que caían de su cara a la tierra eran un poco lluvia y otro poco lágrimas.
Pequeño girasol no se movía, pero ¡cuántas ganas de mirar tenía!
Hasta que sintió que algo bajaba y subía por su tallo verde, saltaba entre sus pétalos amarillos: uno si... uno no... uno si..., se perdía entre sus semillas para volver a aparecer. Era una minúscula vaquita de san antonio la que corría y le hacía cosquillas.
Pequeño girasol no pudo aguantar y se puso a reír como loco.
Agitó sus rulos rubios para que la vaquita de san antonio se equivocara al saltar, hizo piruetas para que la vaquita de san antonio se deslizara por su cuerpo como por un tobogán...
Y jugando... jugando... se olvidó de estar triste.
Le crecieron las ganas de conocer el mundo nuevo para él.
Y lo miró todo.
miró al norte y a sur, al este y al oeste.
Miró el campo, miró los árboles, miró las vacas con colas aplaudidoras.
Miró los alguaciles, miró las flores silvestres...
¡Que hermoso es el mundo!, pensó pequeño girasol mientras hacía girar su cabeza como trompo.
Y curioseando, curioseando, se olvidó del sol.
A la mañana siguiente, cuando pequeño girasol había cumplido un día de vida, dejó de llover.
Las nubes se disolvieron, el cielo se azuló, y el sol apareció y se puso a brillar muy orondo y muy redondo.
Tenía mucho trabajo por hacer: secar los charcos uno por uno sin olvidarse de ninguno, las alas de papel de seda delos alguaciles...
De repente, entre tanto trajín descubrió a pequeño girasol a la orilla del camino.
Al verlo, el sol se quedó patitieso de la sorpresa.
Aquel girasol recién nacido se movía muy campante para todos lados reía con una vaquita de san antonio... y a él, ¿a él ni lo miraba!
-¡Eh, pequeño girasol! ¿Sabes quién soy?
-¿Usted?... ¡Ah, si!... usted debe ser... usted debe ser el señor sol.
-¿Nadie dijo que debes mirarme y admirarme?
-Si, si. Mi mamá, mi papá y mi abuela, también.
-Pues te ordeno que me mires in in me me dia dia ta ta men men te- tartamudeó el sol con un vozarrón que metía miedo.
-Yo lo eh mirado, señor sol. Usted es muy grandote... muy brillante... muy de todo... pero ahora, si me disculpa, tengo que dejarlo porque eh prometido hacerle una trenza entretejida al sauce chiquito.
El sol enmudeció de la rabia.
¡Nunca había visto nada igual!
¡Ese girasol atrevido se negaba a hacer lo que tenía que hacer!
Se ve que el sol tenía un enojo enojado y enojoso, porque se puso rojo, cada vez más rojo cada vez, hasta que le dio fiebre. ¡Que ataque! Parecía a punto de reventar.
Lanzaba resoplidos calientes como queriendo achicharrar la tierra.
Mientras tanto, pequeño girasol, que estaba de lo mas entretenido con la trenza del sauce chiquito, no se dio cuenta de nada.
Creyó que el verano estaba llegando de golpe.
-¿Quiere usted, señor sol, ayudarme con estas trenzas?- preguntó.
El sol se sorprendió con el pedido y pensó: ¡este pequeño girasol aparte de maleducado, pedigüeño!
Y siguió pensando: pero también muy simpático (como yo). Curioso (como yo). Amarillo (como yo). Con pétalos como rayos (como yo).
El sol, cuanto más pensaba, mas se enfriaba, y cuanto mas se enfriaba, más pensaba.
Y así fue que, sin querer queriendo, empezó a sonreír poquito a poco. Con disimulo.

Autora: Estela Smania

jueves, 20 de febrero de 2014

Con la música, la expresión corporal del niño se ve mas estimulada. Utilizan nuevos recursos al adaptar su movimiento corporal a los ritmos de diferentes obras, contribuyendo de esta forma a potenciar del control rítmico de su cuerpo.
A través de la música, el niño puede mejorar su coordinación y combinar una serie de conductas. Las canciones infantiles ayudan a los niños a mejorar su coordinación y su concentración.
Es además, otra forma de acercar al niño a la literatura.

En un vagón

En un vagón,
cargado de sandías,
el buen, Ramón, perdió una zapatilla.
¿Qué hacía el buen Ramón?
¿adentro de un vagón? 
¿Qué hacía la sandía, sobre la zapatilla?
¿Qué hacía el vagón?
Corría por la vía.

¡Un cuento diferente!

 CANCIÓN: DEBAJO DE UN BOTÓN




Debajo de un botón, ton, ton,

Que encontró Martín, tín, tín,
había un ratón, ton, ton
ay que chiquitín, tin, tin,
ay que chiquitín, tin, tin,
era aquel ratón, ton, ton,
que encontró Martín, tin, tin,
debajo de un botón, ton, ton.


Candombe del Cangrejo

A bailar con el cangrejo
Que se mira en el espejo
Una mano, otra mano
Y seguimos candombeando.

Con un pie, con otro pie
Este ritmo está muy bien.
Pá delante, para atrás
El ombligo viene y va.

A bailar con el cangrejo
Que se mira en el espejo
Una mano, otra mano
Y seguimos candombeando.

Todo el cuerpo moverás
El tambor te hace temblar
Y si no lo bailas bien
Una prenda pagarás.


Autora: Marcela Sabio

miércoles, 19 de febrero de 2014

¿Quien es Luis Pescetti?

Luis María Pescetti (Argentina). Actor y escritor. Como comediante para adultos y niños trabajó en radio, televisión y teatros de Estados Unidos, España, Colombia, Chile, Brasil, Perú, Uruguay y Cuba. También en Argentina y México, países en los que hizo radio durante 14 años, y continúa haciendo televisión.
Ha publicado más de veintisiete libros: novelas y relatos para niños y adultos en los cuales el humor, el juego filosófico y el tratamiento del diálogo, ocupan un lugar especial.
Un autor excepcional para grandes y chicos.

¿Escuchamos este cuento en familia?

¡¡¡¡Conozcamos al vampiro negro!!!
La Cenicienta

Hace mucho, mucho tiempo, en una mansión señorial, vivían un buen hombre, su esposa y su encantadora hijita.
Un triste día, Cenicienta perdió a su mamá, y su padre, para mitigar su pena, decidió volver a casarse. La mujer que escogió tenía dos hijas, Drizela y Anastasia... que eran unas verdaderas arpías.
Algún tiempo después, también el caballero falleció, dejando a la niñita sola con su nueva familia. Muy pronto, la madrastra demostró lo cruel que era. Desde que amanecía hasta que anochecía, abrumaba a su hija adoptiva con muchos quehaceres, mientras que Drizela y Anastasia se divertían.
Pasaron los años y, a pesar del duro trabajo, Cenicienta siempre sonreía, convencida de que conocería la felicidad. Cada día, se encontraba con sus fieles amigos, los pajarillos y los ratones. Una mañana, Jaq, el más listo de los ratones, llegó hasta ella.
-¡Ven Cenicienta! ¡Hay atrapado un ratón atrapado en la ratonera!
-¡En la ratonera!- exclamó la jovencita mientras bajaba rápidamente por la escalera-. ¡Rápido, vamos a liberarlo!
Cenicienta abrió la jaula y soltó delicadamente al prisionero: ¡el desdichado temblaba como una hoja!
-¡No tengas miedo!- murmuró la jovencita-, ¡somos tus amigos! Anda, levanta las patitas para que te ponga este suéter... ¡Oh!, te queda un poco apretado, ¡pero tendrás que aguantarte! Veamos... ¿Como te vamos a llamar? Gustavo y, para ahorrar tiempo, ¡te diremos Gus!
Cenicienta, que tenía muchas tareas que hacer, se apresuró a despertar a Lucifer, el malvado gato de su madrastra. Luego, en la cocina, encontró a su perro Bruno. En cuento les dio las espalda, lucifer araño a Bruno y maulló cuando éste quiso defenderse.
-¡Basta bruno!- intervino Cenicienta.
-¡Qué gato tan hipócrita!- pensó el pobre animalito al que habían regañado injustamente.
Cenicienta sacó a su perro, sirvió un tazón de leche a Lucifer y luego fue al patio. Metió la mano en su delantal...
-¡Hora de desayunar!- anunció.
Inmediatamente, las gallinas cloqueron y se precipitaron hacia el sabroso grano.
-¡Luego nos toca a nosotros!- explicó Jaq a Gus-.
Sígueme, ¡tengo el estomago en los talones!
-¡Uf!- farfulló Jaq al ver que Lucifer les impedía el paso-. ¡Vamos a tener que ponernos listos para pasar! Tengo una idea: ¡dejemos a la suerte el escoger quién distraerá al gato mientras los demás salen a patio!
Para su mala suerte, le tocó al pobrecito Jaq.
-¡Cucú!- gritó mientras se burlaba de su adversario. Malicioso, el ratón se escondió detrás de una pared de madera, luego asomó la cabeza y volvió a esconderse.. Hizo varias veces eso mismo. El malvado gato perdía la paciencia, pues no lograba atraparlo.
Los cómplices de Jaq aprovecharon para pasar sin ser vistos.
-¡Vaya, al fin están Aquí!- exclamó Cenicienta-. ¡Ya empezaba a preocuparme! ¡Vamos disfruten de estos granitos de maíz tan ricos! Los ratones se sirvieron y salieron volando antes de que el gato los viera.
Pero Gus se estaba quedando atrás. quería recoger todos los hermosos granos dorados que quedaban en el suelo, para sus nuevos amigos. Retrasado por el peso de su botín, no fue lo suficientemente rápido. El gato lo vio y se lanzó a perseguirlo.
-¡Socooooooooooorro!- aulló el raton en cuando se vio nariz contra nariz ¡frente al terrible Lucifer! Gus logró escapar de las aceradas garras del gato y se refugió sobre la mesa de la cocina.
-¡Uf! ¡De que me salve!- suspiró el ratoncito-. ¡Un poco mas y me come crudo!
El ratón ignoraba que Lucifer se acercaba silenciosamente, con los ojos relucientes de gula...
Lucifer se iba a zampar a Gus de un solo bocado cuando se vio interrumpido por Cenicienta, que entraba en la cocina. Ella se disponía a preparar el té para las tres gruñonas, que apenas despierta ya gritaban:
-¡Cenicienta! ¡Mi desayuno!
Oculto bajo la mesa, el gato estallaba, pues debía renunciar al rechoncho ratón.
-¡Cenicienta! ¡Mi desayuno!- se desgañitaban cada vez más Drizela y Anastasia.
-¡Ya voy, ya voy! -respondió Cenicienta mientras elevaba la morada al cielo.
Hoy, como todos los días, la joven tenía que soportar el mal carácter y los enojos de las tres caprichosas arpías.
Mientras tanto, en su palacio, el Rey se lamentaba. Se sentía envejecer y se quejaba de no tener nietitos.
-¡Duque!- gimió-. Ya es hora de que el Príncipe heredero piense en casarse. Te ordeno que invites a todas las doncellas del reino: ¡esta noche ofreceré un gran baile en el palacio en honor a mi hijo!
Los mensajeros del rey recorrieron inmediatamente toda la región. En la mansión de su padre, Cenicienta limpiaba a las baldosas cuando uno de los enviados tocó a la puerta:
-¡Abrid en nombre de Rey!
-¡Una misiva de Su Majestad!- se asombró la jovencita-. ¿Qué podrá decir?
Cenicienta interrumpió la lección de canto de sus hermanas: -¡Un correo del Rey!- anunció. -¡Es para mi!-exclamó Anastasia. -¡No, para mi!- protestó Drizela arrancándole la carta de las manos. -Dénmela a mí!- cortó su madre-. Escuchen esta noche hay baile en el palacio. ¡Todas las doncellas casaderas están invitadas!
El rostro de Cenicienta se iluminó: -¿Entonces también yo puedo ir?
-Si, si ya has terminado tu trabajo. ¡Y si encuentras un vestido adecuado!
-Gracias, madre- respondió cortésmente la joven.
En el desván, Cenicienta registró un viejo baúl y terminó por encontrar un vestido de su madre.
-¡Qué pasado de moda está!- observó-. ¡Voy a arreglarlo! Pero ya sus hermanas reclamaban: -¡Cenicienta! ¡Baja, apúrate! Almidona mis faldas, limpia mis zapatos, plancha mi vestido... ¡Pobre Cenicienta!
Durante ese tiempo, ¡la buhardilla de Cenicienta hervía de actividad! ¡Los pajarillos y los ratones no sabían por dónde empezar! ¡Tomaban medidas, cosían un encaje por aquí, cortaban un lazo por allá!
-¡Miren!- dijo Gus, triunfante-. Recuperé un collar que tiraron las dos arpías! ¡Cenicienta ya puede ir al baile!
-¡Drizela! ¡Anastasia!- les gritó su madre-. Apresúrense, el carruaje no tarda en llegar. ¡Qué pena!- dijo, volviéndose hacia Cenicienta-. ¿No estás lista para el baile? ¡Tendrás que quedarte sola aquí!
Decepcionada, la joven subió a su desván. De repente unos murmullos la distrajeron de sus pensamientos...
Muy orgullosos al presentar su obra de arte a Cenicienta, los ratones dieron grititos de alegría y los pajaritos piaron a todo volumen.
-¡Oh- se asombró la joven, admirada-. ¡Qué vestido tan bello! ¡Es maravilloso! ¡Gracias a ustedes iré al baile!
-¡Espérenme!- gritó Cenicienta bajando rápidamente la escalinata.
En cuanto sus hermanas la vieron, se lanzaron contra ella.
-¡Son mis perlas!- dijo una, arrancándole el collar.
-¡Este cinturón es mío!-continuó la otra, desgarrando el vestido de Cenicienta.
Impasible, su madre contemplaba la escena.
Las tres furias de fueron y Cenicienta, hecha un mar de lágrimas, corrió a refugiarse al fondo del jardín. De repente apareció una mujer.
-¡Soy tu Hada Madrina! Hija mía, sécate las lágrimas; ¡no querrás ir al baile con los ojos rojos!
-¿Al baile?- dijo asombrada la joven-. Pero...
-¡Sólo hace falta un poco de magia! ¡Mira!
No lejos de allí, el Hada encontró una calabaza. Tomó su varita mágica y pronunció una extraña fórmula:
-¡Bibbidi-Bobbidi-Boo!
Por encanto, la calabaza se convirtió en una deslumbrante carroza, toda adornada de oro. Sobre finas ruedas de plata, parecía flotar en el aire, lista para volar.
-¡Es mágica!- exclamó Cenicienta maravillada.
-Ahora, ¡los ratones!
Y los ratones se convirtieron en espléndidos caballos...
-Bien- continuó el Hada Madrina-. ¡Es el turno del caballo y del perro! ¡Serán tu cochero y tu lacayo!
Cenicienta no creía lo que veían sus ojos. Al fin su sueño se volvía realidad.
-Mi buena madrina- prosiguió Cenicienta-. ¡No puedo ir vestida así!
-Discúlpame, querida. Soy una despistada.
Con otro movimiento de varita mágica, el Hada transformó los harapos de la jovencita en un maravilloso vestido de organdí, y sus feos zapatos en zapatillas de cristal.
Cenicienta agradeció calurosamente al Hada.
-¡Escúchame bien, queridita!- prosiguió la madrina-. Cuando suene la ultima campanada de la medianoche, ¡el encanto se romperá y todo tomará su forma de antes! ¡Así que no te olvides de la hora!
-¡Te lo prometo!- respondió la jovencita.
Ante que esas palabras, los caballos se lanzaron a galope tendido hacia el palacio real...
La ceremonia acababa de empezar. Ataviadas con sus vestidos más bellos, todas las doncellas casaderas desfilaban ante el Príncipe. Sin embargo, ninguna le llamaba la atención. Mientras Anastasia y Drizela hacían su reverencia, una silueta a lo lejos atrajo de pronto su mirada...
Deslumbrado por la gracia y la belleza de la joven que veía, el Príncipe fue inmediatamente a su encuentro. También los invitados quedaron subyugados: se callaron admirando a esa bella desconocida. Ni la madrastra ni sus hijas reconocieron a Cenicienta.
Los jóvenes acababan de enamorarse y no se separaron en toda la noche, de tal modo que no notaron el paso de las horas.
Cuando sonó la primera campanada de la medianoche, Cenicienta se acordó de la advertencia de su Hada Madrina.
-¡Debo irme!- exclamó Cenicienta, perdiendo la cabeza.
-¡Espera!- dijo el Príncipe, desconcertado-. ¡Ni siquiera sé tu nombre! ¿Cómo voy a volver a encontrar?
Ya la jovencita bajaba la escalinata, ¡con tanta rapidez que perdió una zapatilla en el camino!
Cenicienta se abalanzó hacia la carroza.
-¡Más rápido, cochero!- suplicó-. ¡No llegaremos a tiempo a la casa!
No había un segundo que perder, pues al sonar la última campanada de la medianoche, su bella carroza iba a transformarse...
Sonó la campanada número doce en la noche estrellada: los caballos se convirtieron de nuevo en ratones; el cochero, en caballo; la carroza, en calabaza... Sólo la zapatilla de cristal quedó igual. Cenicienta la guardó cariñosamente como recuerdo.
En el palacio, el Príncipe estaba desesperado. El Duque envió a la guardia del Rey en busca e Cenicienta.
La guardia volvió con las manos vacías y el Duque tuvo que decírselo al Rey, que montó en cólera.
-Cómo es esto, ¿no has encontrado a aquella de quien mi hijo esta enamorado? Haz que todas las doncellas del reino se prueben esta zapatilla. El Príncipe juró que se casaría con aquella a quien le quedara.
La noticia se esparció rápidamente por todas las casas.
La madrastra subió al desván y encerró a su hijastra con doble llave, y se guardo la llave en el bolsillo. Así Cenicienta no podría probarse la zapatilla... Obedeciendo a las órdenes del Rey, el Duque fue de casa en casa y tocó a todas las puertas.
-Entre, Alteza- susurro la madre de Drizela y Anastasia cuando se presentó al Duque-. ¿Tomará una taza de té?
-¡No tengo tiempo, señora! ya sabe que me trae aquí. ¡Quisiera que estas señoritas se probaran cuanto antes la zapatilla de cristal!
La malvada mujer observaba las pruebas con atención. Jaq aprovecho para meterse en el bolsillo de la señora y, después de muchos esfuerzos, logró levantar la llave.
-¡Arriba! ¡Arriba!- cantaron a coro Gus y Jaq para animarse mientras trepaban hasta el desván. Luego deslizaron la llave bajo la puerta de su dulce amiga. ¡La prisionera iba a ser liberada y la madrastra ni se lo imaginaba!
Anastasia metió el pie en la zapatilla de cristal...
-¡Es exactamente de mi tamaño!- dijo extasiada.
-¡Hum!... ¡No lo creo, señorita!- replicó el Gran Duque-. ¡Sólo ah podido meter el dedo gordo!
Drizela se probó a su vez la zapatilla, ¡que estuvo a punto de romperse! Al despedirse, el Duque preguntó:
-¿No hay otra doncella en la casa?
-¡Nadie más!- afirmó la madrastra.
El Duque se disponía a dejar el lugar cuando cenicienta apareció en lo alto de la escalinata.
-¡Su alteza! ¡No se vaya!- rogó Cenicienta-. ¿Puedo probarme la zapatilla?
-¡No le haga caso a esta fregona! ¡Es nuestra criada!
-¡Señora!- dijo el enviado del Rey-. las órdenes sin estrictas, ¡todas las doncellas en edad de casarse deben probarse este zapatito!
Entonces el Duque invitó a Cenicienta a sentarse. Su sirviente se acercó y la madrastra le hizo una zancadilla con su bastón. Perdiendo el equilibrio, soltó el zapatito, ¡que se rompió! ¡Entones Cenicienta sacó de su bolsillo la otra zapatilla y se la puso! Le ajustaba perfectamente.
-¡Maravilloso! ¡Magnifico!- exclamó encantado el hombre de bigote-. ¡Señorita, la llevo al palacio!
¡Y así Cenicienta dejó para siempre a las tras arpías!
La boda se celebró inmediatamente en el palacio. Desde ese día, el Príncipe y Cenicienta vivieron felices y tuvieron muchos hijos...

FIN

martes, 18 de febrero de 2014

ROMPECABEZAS

Hace mucho tiempo vivió un inventor de rompecabezas. Sus rompecabezas eran tan maravillosos que todos los que lo conocían querían que les fabricara uno.
Una vez había inventado un rompecabezas que, al terminar de armarlo, dejaba en pie una perfecta montaña.
Para los niños de su ciudad había diseñado otro que solo se podía armar en el cielo, remontando las piezas, que tenían la forma y el peso exacto de 27 barriletes.
A veces, se sentaba frente a un árbol y lo copiaba entero. El que compraba ese rompecabezas sabía que en realidad tenía tres porque las piezas iban cambiando de color como las hojas, de la primavera al verano y del verano al otoño. Claro que en el invierno, cuando el árbol quedaba pelado, se terminaba el juego.
Hasta le había fabricado un rompecabezas de caracolas al mar, ese impaciente y el mar lo completaba cada mañana y luego, lo desarmaba por la tarde... para empezar otra vez al día siguiente.
Con el tiempo, su fama llegó a oídos de un rey que coleccionaba rompecabezas. Y un día decidido el rey coleccionista hizo llamar al inventor perfecto.
Cuando llegó a la corte, el rey le mostró la habitación donde guardaba sus rompecabezas terminados pero el inventor no pareció impresionarse demasiado y sólo dijo, moviendo hacia arriba y abajo la cabeza: -ajá.
Entonces el rey hizo su pedido: -quiero que me construyas el rompecabezas mas difícil.
El inventor perfecto le solicitó al rey un año. Al rey le pareció mucho pero el inventor le aseguró que sólo en ese tiempo podría construir el rompecabezas más difícil, justo como el que quería el rey.
Durante un año entero, el inventor abandonó sus demás rompecabezas y se dedicó por completo al que le había pedido. A veces el rey le preguntaba: -¿Necesitas cola, cartón, algo de pintura?
A lo que el inventor simplemente contestaba que no con la cabeza.
El rey se preocupaba porque, la verdad, el inventor no parecía estar trabajando demasiado. A veces, miraba largamente el reino por la ventana de su torre en el palacio. Sólo eso, todo el día.
A veces, al amanecer partía a caballo y no volvía sino hasta bien entrada la noche. Había días en que trepaba árboles, vadeaba ríos o subía montañas y otros en los que recorría las aldeas y comía con los campesinos. Sin embargo, al cabo del tiempo prometido compareció ante el rey y dijo: -ya terminé.
El rey se levantó del trono de un salto y le dijo al inventor: -quiero verlo ya. 
-Pues entonces, pide dos caballos, que te lo enseñaré-
-¿Qué? ¿No lo traes contigo?
-Imposible: Es muy grande.
El rey y el inventor partieron al galope al anochecer, llegaron al confín del norte en la cumbre más alta, desde donde se veía el reino entero, el inventor le pidió al rey que miraba y que le dijera lo que veía el rey asombrado y muy nervioso, contestó:
-¡Un rompecabezas!
El rey miró otra vez y, en un instante, su mirada experta reconoció los huecos:
-¡Faltan piezas!
-Ese es tu desafío.
Y el rey empezó:
-Allí, está la escuela, blanca y con su campana pero no tiene niños...
Y luego murmuró para sí:
-¿Será que están en el campo, trabajando con sus padres?
-Vamos, monta y sigamos -le ordenó el inventor, tomándolo del hombro.
Al amanecer, los dos jinetes llegaron al confín este, con el sol en la cara, y el inventor le preguntó al rey: 
-¿aquí qué ves?
-Abajo hay un río que separaba dos aldeas. La gente de la aldea azul se habla a los gritos con la de la aldea roja y aún así no se escuchan y ademas se arrojan cosas de un lado a otro y todas, veo, caen al agua y se echan a perder. Falta un puente, no hay dudas.
-Monta otra vez y vamos.
Por la tarde, el inventor y el rey llegaron al confín oeste, justo cuando se despedía el sol.
-Y bien,¿qué ves? ¿dónde?
-Allí, allí está el cartel que dice bosque de los almendros pero no hay ni un árbol ¡que raro que los reales leñadores no hayan dejado ninguno!
-Ahora volvamos -lo interrumpió el inventor.
Y los dos cabalgaron hasta el palacio. 
Cuando llegaron, el rey se aclaró la garganta y promulgó seguidos tres decretos importantes: -primero: que los niños regresen a la escuela y que estudien mucho. Segundo: que se construya rápidamente y para siempre un puente que comunique la aldea roja con la aldea azul. Tercero: que por cada árbol talado del bosque de los almendrados, se planten tres árboles nuevos con sus correspondientes pájaros y ardillas.
El inventor sonreía. El rey, furioso, le pregunto: -¿qué? ¿acaso no acabe ya de resolverlo todo?
-Te falta una pieza.
El rey miró nervioso a su alrededor y de pronto, vio su trono: ahí también había un hueco, estaba vació. Entonces, corrió a sentarse en él y miró al inventor con aire de triunfo: -ya está: rompecabezas completo.
-Tú lo has dicho- respondió el inventor, lo acomodó un poco en el asiento, se alejó para ver como quedaba, saludó con una reverencia y se marchó.
Cuando el inventor llevaba ya dos horas caminando, se dio vuelta para ver por última vez aquel reino. Luego, con las dos manos, agitó un poco el aire, mezcló las piezas y las guardó, una por una, en su bolsa.

Autora: Cecilia Pisos.

lunes, 17 de febrero de 2014

Adivina - Adivinador


No es televisor 
y antenitas tiene
que arruga y estira
cuando le conviene.







Voladora y de color,
es amiga de la flor.






Si quieren jugar,
me tienen que inflar.
Cuando hay alboroto
me enojo y exploto.





Tiene bigotes,
cola bien larga,
come ratones
cuando los caza.
Lautaro y la sombra

Lautaro se sentía solo y aburrido.
No tenía ningún juguete nuevo y los viejos ya lo aburrían.
Como no se le ocurría nada que hacer...
...fue hacia el baño a cepillarse los dientes para irse a la cama a mirar la tele.
Pero, de repente, se cortó la luz.
Después de un rato sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, que ya no estaba tan oscura.
Mientras tanto mamá encendía velas en toda la casa.
Dejo una en la cocina.
De pronto Lautaro notó algo extraño en la pared.
Detrás de él había una figura enorme, un gigante.
Se acercó lentamente y el gigante se hizo mas chiquito, hasta quedar igual a él.
Claro, era su propia sombra, pero...
¡Su sombra se movía sola!
De pronto se estiraba...
... y después se volvía gorda.
Se inclinaba, se retorcía y hasta parecía bailar.
¡Lautaro pensó que su sombra estaba viva!
Pero en ese momento el viento apagó la vela.
Lautaro, sorprendido, se quedó muy quieto...
...buscando a su sombra, que ahora estaba suelta en la oscuridad.
La descubrió haciendo cosas increíbles.
Y no estaba sola.
Había muchísimas sombras más...
...que jugaban y se divertían.
Hasta que de golpe...
¡Volvió la luz!
Y Lautaro se encontró solo otra vez.
Aunque ya no se sentía tan solo.
Con él estaba su sombra.
Se fue a dormir, sabiendo que al apagar la luz...
...su sombra lo acompañaría, esperando que llegara la mañana para estar con Lautaro al despertar.
Y así, junto a él, no sentirse sola ni aburrida.
Pero, ¡un momento!
Hay una cosa que olvidaron:
¡cepillarse los dientes!

Autor: José María Gutiérrez, Pablo Zweiz